En el 2012 comenzó la regularización del yoga en España. Entonces fue motivo de polémica e incluso, diría yo, de cacareo. Me sorprende ahora que no haya hoy día algo de debate, o siquiera revisión o evaluación, al cabo de más de una década. Lo considero necesario. Vamos allá. Escribe Joaquín G. Weil.

Foto Álvaro García Cabrera Calvo
¿Qué ha ocurrido y qué está ocurriendo en este tiempo? No es mi intención menear el avispero, ni tampoco subirme en una peana a pontificar, sino, más allá de las sublimes ideas o de las buenas intenciones, ceñirme a los hechos. Aunque, como puede comprenderse, lo haré desde mi propias vivencias, por más que éstas estén cualificadas por la experiencia: como profesor acreditado por la Junta de Andalucía, como formador en formaciones libres y también oficiales, tanto públicas como privadas, estando acreditado oficialmente como formador para “Instrucción en yoga” en el GEFOC.
Tal como acostumbro, no voy a decir aquí lo que convenga decir ni lo que supuestamente habría que decir, ni tampoco lo que pudiera traerme alguna ventaja. Sólo diré lo que ha de ser dicho y pocos o nadie se atreven a decir. O sea: la regularización del yoga ha sido un fracaso. Al menos desde la perspectiva que seguido relataré.
Dos campos, dos efectos
La regularización del yoga tuvo y tiene aplicación y efecto en dos campos. Uno, la enseñanza genérica del yoga para público general. Y dos, la formación de instructores de yoga, que son quienes, a su vez, habrían de aplicar esa enseñanza genérica.
En ese primer aspecto, la enseñanza general del yoga, la regularización del yoga ha tenido algún aspecto positivo. Recordemos que en 2019, estando el yoga ya regularizado y reconocido oficialmente, estuvo, a su vez, en el punto de mira o perseguido por el propio Estado, en tiempos del ministro astronauta, que encuadró el yoga dentro de las “pseudoterapias”. Ya sé que todo esto carece de lógica, si bien la realidad es así. Como decía el cantante: no la he inventado yo.
Es algo ya olvidado por casi todos, por más que algunas personas (sobre todo los que intervinimos en el asunto) recordamos. En aquel entonces, uno de los mayores argumentos que se esgrimió es que el Estado no podía perseguir una actividad que el propio Estado reconocía. Lo cual, a lo que parece, no estaba tan claro desde los altos despachos ministeriales. Y esto nos lleva a indagar en la naturaleza del Estado mismo. Lo cual escapa a la visión que podamos tener desde nuestra esterilla de yoga, con el cuenco tibetano al lado y los banderines de oración por allí colgando.
Thomas Hobbes comprendió este problemón en el siglo XVII cuando calificó el Estado como un “leviatán”. Para mi gusto se quedó corto. Yo lo hubiera llamado un “moloch”. O sea, un monstruo con un apetito es insaciable para merendarse todas las libertades del individuo.
Toda vez que el yoga saltó del centro artesanal hacia los grandes gimnasios, era cuestión de tiempo que el Estado quisiera ponerle una pata encima, como a tantas otras cosas, para metabolizarlo dentro de su dinámica impositiva. Para lo cual era necesario “regularizarlo”, o sea someterlo a reglas o normas. ¿Me siguen? Ruego al lector o lectora un poco de paciencia con estos razonamientos que en seguida llego al meollo del asunto.
El meollo del asunto: la acreditación
Por una parte, la regularización tuvo el efecto positivo de integrar el yoga en el engranaje social, y otorgarle mayor reconocimiento, aceptación o, cuanto menos, ubicarlo como “deporte” para un público amplio, antaño receloso, incluidos ministros y astronautas. Ahora bien, respecto al segundo efecto de la regularización del yoga, la formación, el efecto ha sido muy otro y, de alguna manera, paradójico.
Acaecida hace ya más de una década, la regularización de las formaciones de yoga levantó en su día sarpullidos, pues hacía peligrar una importante fuente de ingresos para numerosos profes de yoga. A partir de entonces se establecía una notable diferencia entre lo que (al menos en teoría) serían las formaciones formales (oficiales), respecto a las no formales (libres), donde sólo las primeras otorgarían la titulación oficial que luego las respectivas “leyes del deporte” en cada comunidad exigirían.
Como digo, todo esto en teoría; luego veremos que la realidad ha sido bien otra. Sigo con el relato de los acontecimientos. Entre tanto, se entendía que habría un periodo de adaptación donde a los profes de yoga en activo se les reconocería su titulación profesional mediante procesos acreditativos de formación no formal (de los que ya hemos hablado) y/o de experiencia profesional. Se suponía que, después de dicho periodo de adaptación, sólo quedarían las formaciones formales como medio de acceso a la titulación oficial.
Ocurrió que poco después comenzaron a organizarse en diversos lugares de España formaciones formales de yoga subvencionadas por fondos europeos destinadas, de modo gratuito, a trabajadores del área deportiva y, si recuerdo bien, a algunas otras áreas profesionales. Y, por fin, surgieron algunas otras formaciones formales de yoga por iniciativa privada. Las exigencias para reconocer dichas formaciones formales de yoga tenían tan prolijos requisitos de espacios y equipamiento que, al final, salvo alguna rara y honrosa excepción, sólo las entidades formativas estaban en condiciones de satisfacerlos. Y esto con un gasto burocrático que, a la postre, encarecía notablemente los cursos, además de encorsetarlos con exigencias absurdas.
Dicho de un modo comprensible: las empresas que se aventuraron a ofrecer formaciones formales de yoga necesitaban tener en plantilla a una persona cualificada haciendo nada práctico y productivo, sólo para satisfacer los requisitos burocráticos de las administraciones. Y esto imponiendo exigencias arbitrarias en cuanto a, por ejemplo, los calendarios de los cursos. Sin contar que pocos profesores de yoga logramos acreditarnos como formadores oficiales.
El resultado ha sido que hoy en día, tras algunas pocas promociones, el coste de una formación formal de yoga es tan elevado que no resulta viable, pues los potenciales alumnos escasamente pueden afrontar un alto coste para una titulación con escasas perspectivas de generar tantos y tan inmediatos ingresos que justifiquen tamaña inversión. Yoga no es mercadotecnia ni dirección de empresas.
Acreditando sin fin
Por otra parte, pese a que en principio se presentaba como un proceso transitorio, todavía, después de más de un lustro, siguen realizándose procesos acreditativos para formaciones no formales o libres que, al calor de dichos procesos, florecen como espárragos tras las lluvias en primavera. Lo cual consigue finalmente que, todos contentos a lomos de esta burra, no haya debate sobre los efectos que ha tenido la regularización del yoga.
Por último, pese a lo que en principio se había supuesto, en los centros públicos o privados de formación profesional, el grado de “Instrucción en yoga” no se está ofreciendo. ¿Por qué? Porque los graduados en ciclo superior de Acondicionamiento Físico, aparte de los titulados en Ciencias del Deporte, pueden de hecho impartir yoga en los centros deportivos, por más que, en realidad, no conozcan a fondo esta disciplina.
En conclusión: si sigue el yoga regularizado, la única forma de que surjan nuevos profesores de yoga es que continúen sin fin esos procesos acreditativos de “Instrucción en yoga”, en principio concebidos como una solución transitoria. De otro modo, con todos mis respetos para ellos, el yoga quedará en mano de los instructores, profesores o monitores deportivos. Y, entonces sí, el yoga será, por fin, una disciplina deportiva más.
Joaquín G. Weil es autor de Breve historia y filosofía del yoga y coordinador del Máster de Perfeccionamiento del Instituto Andaluz del Yoga