En medio de la jungla en la que se ha convertido la enorme expansión del yoga es difícil encontrar ya una experiencia transformadora real. Muchos se proclaman maestros, pero cuesta encontrar profundidad en sus enseñanzas y sí, en cambio, impostura, mestizajes, manipulación… Escribe Pedro Arce.
A muchos de nosotros se nos llena la boca diciendo que “el yoga cambió nuestras vidas”. Los practicantes que hemos transitado este camino con paciencia el tiempo suficiente atestiguamos con fervor los efectos transformadores que hemos experimentado y por los que estamos tan profundamente agradecidos. Sin embargo esto no significa que debamos dejar adormecido nuestro espíritu crítico sino al contrario, ya que aquello que verdaderamente se ama se cuida y se protege.
Este es el tipo de amor adulto que no tiene miedo a lo incómodo, que como diría Aristóteles en Ética para Nicodemo es un amor que florece desde el profundo conocimiento.
Escribiendo esto me viene la sensación que quizás parte del problema sea que se ama de manera infantil y caprichosa aquello que se conoce solo de manera superficial.
¿Dónde fue a parar la profundidad?
Actualmente vivimos desde hace años un verdadero boom en el mundo del yoga que hace que normalicemos muchos de los comportamientos que acontecen como si fueran normales, o incluso ya dejan de sorprendernos y discurren simétricos a otros fenómenos que suceden en nuestra propia sociedad.
Atrás quedaron con nostalgia trasnochada aquellos tiempos en los que empezábamos a practicar yoga apenas con unos libros traducidos, con información escasa y en los que la imagen que se tenía de los que practicábamos yoga era de personas excéntricas y algo frikis. Eso ya es historia y los cambios han traído cosas buenas y otras no tanto.
En medio de la jungla en la que se ha convertido esta enorme expansión del yoga apenas podemos encontrar ya una experiencia transformadora real. Todos se proclaman maestros, pero cuando realmente quieres buscar profundidad, no encuentras a ninguno. Miles de años de tradición recogidos en textos profundos de espiritualidad brutal como los Yoga Sutras, Upanishads o Bhagavadgita acaban enlatados entre fotos de Instagram y frases manidas de psicología positiva. Las redes sociales son ahora los espejos huecos donde nos miramos, y en este mar saturado de poses buscamos más un puñado de tips y atajos que verdadera práctica.
Impostura, amalgama, narcisimo, abusos…
Los yoguis actuales están más interesados en desarrollar su marca personal que en la introspección. El espectro va desde bailes de tik-tok, entrevistas en canales de Youtube o escritura de libros compulsiva. Vemos infinidad de estilos de vida impostados de lo que se considera un “yogui moderno” en vez de un camino genuino.
El “todo vale” en la espiritualidad del yoga es ya lo habitual. Los límites entre el yoga, el budismo, el chamanismo, un sinfín de ceremonias y un largo etcétera se desdibujan dando lugar a un espacio amorfo, mientras los egos se disfrazan de ropajes orientales y un lenguaje lleno de clichés cursis de amor infantil y buenismo.
En medio de este caldo de cultivo, tengo que confesar que he visto usar el yoga para seducir, manipular y establecer relaciones narcisistas y abusivas de maltrato. No hablo de series de Netflix en las que vemos, apoltronados en nuestros sofás, historias lejanas de nuestros hogares, sino de nuestros propios, estudios de yoga, talleres y retiros. En todas partes, aquí en Occidente y también en la “sagrada India”.
Todavía me sorprendo como en el yoga se aplica tan poco el sentido común y se justifica de la manera más absurda este tipo de comportamientos tóxicos en la relación entre profesor y alumno, llamándolos incluso “sagrados” solo porque vengan rodeados de olor a incienso y palabras en sánscrito. Como en todo vínculo entre dos personas, debemos velar por que éste se halle libre de maltrato, y esa atención debe provenir de la dos partes, ya que en toda relación la responsabilidad es mutua.
Por suerte o por desgracia he tenido que aprender esto de manera vivencial a través del vínculo con mis maestros, ya que el yoga es una transmisión directa de corazón a corazón. Unos me enseñaron sobre el amor maduro que desconocía y que tanto necesitaba y quería aprender, y otros no menos valiosos, que intentaron abusar de mí de diferentes formas, me enseñaron en lo que no quería convertirme.
Es urgente recuperar el yoga real
Tuve inmensa suerte de conocer el amor del yoga, el que no te excluye seas quien seas y el que te ama sin condiciones, ya que si no hubiera sido así me hubiera costado mucho más darme cuenta cuando quisieron manipularme. Solo pude ser capaz de darme cuenta de este tipo de relaciones tóxicas en la medida que ya había experimentado lo que era el amor espiritual y desinteresado. Pero si no se tiene ese contraste, uno cree que el amor sencillamente es una prolongación del que mamó en casa, y si no se tuvo la suerte de haber sido querido de forma incondicional, uno lo va reproduciendo inconscientemente en todos los vínculos de su vida, maestros y alumnos incluidos.
Hoy en día el yoga real es algo urgente. No como una pose, ni para comercializarlo como un producto, sino porque es de un valor incalculable para todos aquellos buscadores serios, para los que están cansados de chucherías espirituales y desean de corazón la verdadera autenticidad. Para aquellos que saben que el camino no va a ser cómodo pero sií transformador. Para ellos, pase lo que pase, el yoga tiene reservado lo mejor. Como ha sido siempre. Desde antes incluso de Patanjali, hace miles de años.
Pedro Arce, profesor y formador de yoga, meditación y ayurveda. Fundador de AIYA, Instituto de Yoga y Ayurveda en Madrid.
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