Yamas: Ahimsa (No-violencia)

2013-02-05

Los Yama están en la base de la filosofía Yoga. Patañjali los coloca en primer lugar en el Ashtanga yoga, Yoga de los ocho miembros. Tal vez están en primer lugar porque son restricciones universales que están en todas las tradiciones. Son abstenciones que debe guardar el practicante sencillas pero de una profundidad inmensa. Escribe Julián Peragón Arjuna.

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Tal vez nos están queriendo decir que si uno no logra franquear con éxito estas cinco disciplinas difícilmente alcanzará el grado de elevación supremo, la propia realización personal.

Practicar los Yamas prepara la mente y la purifica para el trabajo posterior del método propio del Yoga. No es un trabajo fácil porque hay mucho de instintivo en la relación con los otros que debemos regular. ¿Quién no ha deseado aniquilar al otro cuando ha sufrido una humillación o engaño? Pero también incide sobre la importancia personal pues ser veraz a menudo va en contra de nuestra imagen glorificada. Lo importante de los Yamas es que no se conviertan en mandamientos estrictos, impuestos desde una moral sea ésta oriental u occidental; lo importante es comprender que las virtudes cultivadas tienen una inteligencia y nos proveen de un tesoro sea éste la pacificación de nuestro entorno, la confianza de los demás o la simplicidad de nuestra vida.

Yama es sociología aplicada, una manera de vivir en sociedad eludiendo las fuertes tensiones de intereses, las batallas de los egos, la cultura del tener o la ideología del deseo. Vivir con más paz y más coherencia, sin envidias o avaricias facilita el espacio contemplativo que propone el Yoga. Veámos cada uno de ellos en sucesivos capítulos.

Ahimsâ

Himsâ es dañar, y no es de extrañar que ahimsâ (no-violencia) esté en la primera abstinencia que marca el Yoga, ya que las que siguen a continuación son derivaciones de éstas, pues son todas formas sutiles de violencia, de falta de respeto al otro y/o a uno mismo. Mentir, robar o acumular son, por poner algún ejemplo, violaciones de la verdad, de la confianza o de la solidaridad necesarias.

Enfocar el tremendo problema de la violencia es complicado porque la sociedad en la que estamos castiga o reprime, por un lado, las formas groseras de la violencia, pero por otro aviva en su seno los cimientos de la violencia que parten de la desigualdad y de la injusticia.

Todos estamos de acuerdo en que no se pueden permitir ciertos grados de violencia pero sería injusto (e hipócrita) señalar fuera la epidemia de violencia cuando nosotros mismos llevamos inoculados el mismo virus. No es lugar aquí para profundizar sobre este tema, pero sí para señalar que, al otro lado del sentimiento de ser el pueblo elegido, se esconde el estigma del infiel o el ateo; que detrás de la fuerza imparable de la civilización está el bárbaro o el salvaje; que, en definitiva, al otro lado de la normalidad está el loco o el extranjero que trae nuevas costumbres, sin darnos cuenta de que todo etnocentrismo genera algún tipo de marginación. Podemos decir que el provincialismo genera violencia porque se aferra a lo único seguro que conoce impidiendo todo cambio.

En realidad el patrón de la violencia es el miedo, miedo al otro, miedo a lo diferente percibido como amenazante a nuestro sacrosanto control, seguridad e identificaciones. No podemos liberarnos de la violencia sin cuestionarnos ese miedo atroz que tenemos a la vida, sin desbrozar ese odio a lo que cuestiona nuestras ideas, esa ira o resentimiento hacia un mundo que previamente etiquetamos de ignorante o perverso.

Comprender que no somos ajenos a la violencia del mundo es el primer paso para indagar en nuestra realidad. Sabemos de antemano que no sirve de mucho izar la bandera de la no-violencia si apretamos el mismo puño que los llamados violentos.

Tampoco se trata de abstenerse de la violencia si ésta es una reacción innata apoyada por una programación sociocultural porque para reprimirla tenemos que aplicar un exceso de violencia, ahora sobre nosotros mismos. Creo que hay dos caminos sucesivos, uno el de canalizar esa violencia ya sea a través del deporte u otra actividad, y por supuesto, el camino de entender la raíz de esa violencia, ver de dónde salen los impulsos destructivos y autodestructivos. Viendo nuestra sombra seremos más capaces de profundizar en ahimsâ, de cultivar una bondad fundamental ante la vida.

Una imagen puede servir, el bosque permite en su seno una impresionante biodiversidad. El bosque, por así decir, acoge en su seno toda diferencia y la hace transitar hacia una interdependencia. Ser considerado hacia todos los seres vivos es una manera de respetar a todo lo que tiene derecho a vivir. Cultivar ahimsâ es defender la vida, defender especialmente al inocente, al marginado, al que más ayuda necesita.

A menudo no nos damos cuenta que la vida es mucho más amplia y profunda de lo que cabe en nuestras creencias, en nuestra filosofía. Hay, por tanto, sitio para tu verdad y la mía aunque disintamos. Ahimsâ es una vía de pacificación y para ello hay que distanciarse del mecanismo reactivo que nos hace sacar nuestras defensas y nuestros ataques ante aquello que no nos gusta. Para ello es importante escuchar nuestra reacción y partir de una observación profunda de la situación que desencadena la violencia. Si partimos de una aproximación prudente a la realidad, veremos más cosas y podremos respetar lo que está siendo sin necesidad de cambiarlo por torpeza o ignorancia.

En realidad la violencia tiene dos aristas, una puerta que se abre en los dos sentidos. Todo lo que le haces al otro en realidad te lo estás haciendo a ti mismo. Detrás de la explosión de violencia hay mucha frustración, humillación, impotencia o falta de autoestima. Por eso en las relaciones sanas con los demás es necesaria una buena dosis de dignidad. La espiral de la violencia nos arrastra a todos; víctima y verdugo quedan ligados mediante un vínculo de aniquilación. Tendríamos que leer los conflictos armados en el mundo en clave de violencia introyectada en una sociedad que se ha vuelto paranoica, fundamentalista, temerosa de que caigan sus propios mitos.

Hay diferentes niveles de ahimsâ que van desde el respeto a la consideración por el otro, desde la solidaridad hasta la bondad. Pero está claro que no basta con no dañar, con ser objetor de conciencia y abstenerse de ir a la guerra. No es suficiente con perdonar a los enemigos y olvidar viejas rencillas: es necesario pasar a la acción. Llevar esa no-violencia a través del servicio, ser agente de paz, poner armonía en nuestra vida para que irradie a nuestro alrededor.

No se trata tanto de abstenerse en hacer daño porque sobrevuele una prohibición social, porque lo manden las Escrituras o porque uno quiera retener una imagen de persona bondadosa. Cultivar ahimsâ parte de una inteligencia innata, ya que si ofreces este respeto amoroso ante la vida, ésta te muestra a cambio su rostro más amable. Cuando ahimsâ esté sólidamente instalado en nuestra actitud, alejamos de nosotros toda hostilidad, y desde ahí, la vida a nuestro alrededor florece. Hasta lo más minúsculo e insignificante tiene derecho a la vida.

Arjuna (Foto: Guirostudio 2013)Quién es

Julián Peragón, Arjuna, formador de profesores, dirije la escuela Yoga Síntesis en Barcelona

http://www.yogasintesis.com