Las vacaciones nos invitan, casi sin darnos cuenta, a desacelerar. Hay algo en el cambio de ritmo, en los días más largos o en la ausencia de obligaciones inmediatas que nos hace respirar más profundo, movernos con menos prisa, estar más presentes en lo que ocurre. Escribe Zahara Noguera.

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Ese bienestar que sentimos no es casual. Tiene que ver con la posibilidad —rara, preciosa— de vivir de forma más lenta, más consciente, más humana.
El slow living, ese estilo de vida que propone hacer menos para vivir más plenamente, encuentra en el verano un terreno fértil para brotar. Cuando dejamos de correr detrás del reloj, cuando no miramos compulsivamente el teléfono, cuando comemos con calma o pasamos una tarde entera leyendo bajo un árbol, empezamos a recordar lo esencial. No es que la vida se vuelva más sencilla: es que la vivimos con más claridad.
Pero ¿cómo sostener esa calidad de presencia más allá del paréntesis de las vacaciones? ¿Es posible llevar esa lentitud elegida al resto del año, incluso cuando vuelven los horarios, las tareas y las pantallas?
Todo comienza por reconocer que slow living no significa no hacer nada, sino hacer menos cosas, con más atención. En vacaciones podemos practicarlo sin necesidad de grandes planes: al saborear el desayuno sin distracciones, al caminar sin rumbo fijo, al escuchar verdaderamente a quien tenemos delante. Son pequeñas decisiones que, tomadas desde el cuerpo, nos devuelven al ahora.
Y lo más importante: cultivar este modo de estar no requiere mudarse al campo ni renunciar a lo moderno. Se trata de una actitud, una manera de mirar el día. Podemos empezar por darnos permiso para aburrirnos, para no ser productivos, para no llenar cada minuto con algo “útil”. El descanso no es vacío: es nutrición profunda.
A la vuelta de vacaciones
Cuando regresamos de las vacaciones, solemos sentir que ese estado de paz se evapora en cuanto el reloj vuelve a marcar la agenda. Pero el secreto está en no perder la práctica. Tal vez no podamos mantener el mismo ritmo pausado, pero sí preservar algunos gestos. Elegir un momento del día para estar sin pantalla. Comer sin prisa al menos una vez al día. Caminar en silencio de camino al trabajo. Encender una vela antes de dormir. Recordar, aunque sea por unos minutos, que existe otra forma de habitar el tiempo.
El verano es nuestro gran maestro del slow living. Nos muestra, sin necesidad de palabras, que no hace falta correr para llegar a donde importa. Solo hay que estar. Y si aprendemos a vivir así en vacaciones, quizá podamos extender esa sabiduría al resto del año. No como una meta más que alcanzar, sino como un gesto suave de amor por nuestra vida.
Zahara Noguera es especialista en desarrollo personal, compromiso social y espiritualidad, acompañando a personas en su crecimiento integral y conexión con su propósito. Su trabajo integra conciencia y acción para transformar vidas y comunidades.