Práctica y desapego

2014-06-06

Pensaba que practicar más, más y más me llevaría a desprenderme de “mí misma”, de mis propios condicionamientos mentales, permitiéndome obtener más salud, más calma y más felicidad… Pero este patrón de pensamiento me estaba confundiendo y me hacía perder el equilibrio. Escribe Isabel Ward.

Tittibhasana

Hace unos años, en una de las sesiones del curso de Sadhana de Kriya Yoga, Danilo Hernández nos ilustraba sobre el Sutra I.XI, que dice: Abhyasavairagyabhyam tannirodhah (“La mente se detiene a través de la práctica y el desapego”). Le pregunté al maestro: «Danilo, ¿pero no es la práctica la que nos conduce al desapego?». Él me respondió que siempre estábamos en la razón y que había respuestas que se encontraban en la observación de la propia experiencia.

Como siempre he escuchado, pensaba que el ejercicio me llevaría a desprenderme de “mí misma”, de mis propios condicionamientos mentales, permitiéndome crecer y, a su vez, obtener salud, calma y felicidad. Por tanto, ¿cómo iba a practicar sin desapego si anhelaba los resultados que el ejercicio me iba a proporcionar?, ¿no era la práctica constante la que me conduciría al desapego anhelado? Evidentemente no entendía el significado profundo de este Sutra.

Mi sadhana diaria (posturas de yoga y meditación) era y es mi aliento vital, un momento de conexión conmigo misma, de sentir mi mundo interior y poder escucharlo. Hay un antes y un después de cada práctica… pero si algún día no realizaba la sesión, el hecho en sí me dejaba un especial sabor de boca… podía escuchar la mente decirme: “Deberías…!!!!”. Esta reflexión era el guijarro que tiraba al océano de mi consciente. Se creaban, en ese inmenso espacio, multitud de ondas en torno a las cuales giraban sensaciones e ideas que hacían emerger ondulaciones cada vez más amplias, en las que se alimentaba la creencia sobre mí misma de: “Así no se avanza”, “Vuelves al desorden”, “A ver si ahora pierdes la constancia y caes en los viejos patrones”, “No llegarás a conseguir tus objetivos”…

Como resultado, me sentía mal. En un principio, no me daba cuenta de estar repitiendo un mismo modelo de pensamiento que surgía cuando me había fijado un objetivo a conseguir.

El imperativo equivocado

El hecho de no hacer práctica activaba los recuerdos de un pasado que no me gustaba. Seguía anclada a mi memoria y recuerdos, seguía estando ligada a aquellos momentos en los que sufrí, fracasé y me traicioné a mí misma. Temía que determinadas experiencias y determinadas sensaciones se repitieran. Tenía que evolucionar, mejorar, sin darme cuenta de que había un imperativo que me hacía olvidar el motivo principal por el cual practicaba: la creencia de que podemos crecer como individuos y transformarnos, con el fin de hacer de este un mundo mejor y más fácil para todos.

Pero a veces esta fantástica idea se ocultaba en lo más hondo, dado que junto al término ‘evolucionar’ se encerraba ese imperativo de “Tener que” que era un cajón lleno de sorpresas, entre las que se encontraban la prudencia, el miedo, la voluntad exacerbada, la culpa por no cumplir con mis “deberes”… Y emergía con fuerza el instinto de supervivencia ante los peligros que yo “inventaba”.

Me di cuenta de que siempre trataba y deseaba mejorar, ser mejor persona, mejor compañera, mejor trabajadora, mejor amante, mejor amiga, tener una mejor cara, una mejor actitud, mejor… mejor… mejor… Y pensaba que para mejorar en cualquier cosa tenía que dedicar mucho tiempo. En definitiva, si hacía más, obtendría más; si estudiaba más, aprendería más; si hacía más asanas y más tiempo, más fuerte y flexible llegaría a ser; si trabajaba más, más posibilidad de éxito tendría; si meditaba más, más calma obtendría y más rápido llegaría a la “liberación”… Más, más, más…

Y esto me ha hecho obrar como los toros, siendo la necesidad de evolución el trozo de tela que delante de mí se agita con la intención de liberarme del posible peligro del fracaso como persona o individuo. Y es normal, pues nuestra mente trata de protegernos y, por ello, va a buscar los modos de que nosotros tengamos el alimento, la seguridad y el afecto necesarios para sentirnos completos.

Y esto está en relación a un concepto que he aprendido hace poco y que hizo recordarme una enseñanza que, sin saber cómo, olvidé: homeostasis, la capacidad de los seres vivos de mantener una condición interna estable mediante el intercambio regulado de materia y energía con el exterior.

La homeostasis es inherente a todo ser vivo; produce y mantiene el equilibrio existente tanto en nuestro cuerpo como en nuestra mente. A nivel físico, se regula por medio de las actividades metabólicas, básicamente a través del constante sustento de oxigeno, alimento y de sales minerales. Nuestra mente precisa de un marco de afecto y seguridad para mantener la armonía. La pérdida de la homeostasis conduce a la enfermedad y a la muerte y es por esta razón que nuestro organismo, de forma natural y sin que a nosotros nos produzca sensación de esfuerzo, protege y desarrolla las funciones homeostáticas que hacen posible nuestra existencia.

Observar la evolución

Aunque nos sintamos cansados, tristes, incluso enfermos, nuestro cuerpo va creando vías para conservar la adecuada proporción de fuerzas internas que hacen que nos sintamos bien. Busca nuestra adaptación y desarrollo en el medio en el que vivimos.

Entonces, ¿por qué nos sentimos mal? Nuestra sociedad y por ende nuestra mente nos dicen que nosotros podemos ser dueños de nuestro destino, que con esfuerzo podemos obtener más y ser mejores, incluso nos invita a llegar a la perfección y así conseguir la cúspide de nuestras aspiraciones. Lo que no nos dice es que el equilibrio, incluso el homeostático, depende de tantas variables que el control queda muy lejos, podríamos decir inalcanzable.

Sea cual sea nuestra pretensión no podemos vigilarlo todo ni culpabilizarnos por no hacerlo. Este tipo de conducta nos lleva a patrones de hacer más, más, más...generando tensión o abandono al derrumbarnos por el peso de la responsabilidad que nos hemos autoimpuesto, perdiendo el sentido del porqué hacemos lo que estamos haciendo.

No obstante la calma es una herramienta que nos permite cultivar la consciencia de las necesidades, cualidades y limitaciones existentes en nuestro cuerpo y mente, y así generar los modos de comportamiento que colaboran con el equilibrio y desarrollo que de forma natural se da en nosotros. Cuidar nuestro cuerpo, evitar situaciones que de entrada no podemos abordar, aceptar nuestras carencias, aumentar la capacidad de dar y recibir afecto, son cualidades que incrementan nuestra homeostasis.

Las técnicas de yoga nos tienden la mano para poner en marcha este viaje al interior de nosotros mismos. Pero si exclusivamente nos focalizamos en la herramienta, podemos perder la orientación, al caer en el patrón de pensamiento de hacer algo para obtener un resultado. ¿Qué sucede si no obtenemos lo esperado? Viene el desequilibrio y, con él, la frustración y la tendencia a escapar por medio de hacer más y más o de abandonarnos. Al salirnos de nuestro centro, malgastamos la energía que poseemos y cuando viene lo verdaderamente importante no podemos atenderlo. Así que lo mejor es aprender a vivir con los procesos que de forma innata se dan en nosotros. Es decir, práctica y desapego. Practica para desarrollar la consciencia y desapego ante el querer más o buscar un resultado.

La vida ya trae implícito nuestro avance. Todo nace, todo se desarrolla y todo muere, y nosotros sólo podemos -como creo que decía Aurobindo- ser conscientes de su proceso de evolución. Ayudamos al camino potenciando nuestra capacidad homeostática, fluyendo con el desarrollo que de forma natural se produce en nosotros; en definitiva, ¡dejándonos vivir!

Isabel Ward es fundadora y directora del centro Yoga Anandamaya, y lleva 12 años dando clase de yoga. Se formó con José Manuel Vázquez, Amable Díaz, Danilo Hernández, Jorge Carballal y Lula Cañas, entre otros.