¡Torpedos fuera! Yoga Pirata entrevista a Víctor M. Flores

2013-05-23

«Hay que tener la mente muy domesticada o te terminas creyendo lo que no eres. De ahí que los profesores de yoga seamos muy ególatras y vanidosos», dice Víctor M. Flores. No es un personaje cualquiera ni un entrevistador cualquiera. ¿Dos perros verdes frente a frente? Juzga tú mismo… O mejor, no; simplemente déjate llevar por el disfrute. Es una entrevista nada formal de Roberto Rodríguez Nogueira.

Victor Flores

Presenta a Víctor M. Flores, una persona de su equipo en el Instituto de Estudios del Yoga, Belinda Christensen (Lee la biografia de Víctor/Senge Dorje aquí).

“En el año 2008 asistí al II Congreso de Yoga de la Costa del Sol en Marbella como una practicante de yoga más. La primera clase la impartía el mismísimo promotor, Víctor M. Flores. Mi sensación fue como la de ‘volver a casa por Navidad’. Aquel señor decía que no creía en gurús y que practicaba yoga simplemente para poner orden en su vida caótica. ¿Qué? ¿Hay otros como yo?, me pregunté. Vaya, un perro verde que no vestía de blanco…

El último día me acerqué a darle las gracias, y para colmo me pareció una persona cercana. Mi admiración no ha parado de crecer desde entonces, a la vez que se consolidaba una amistad de la que me siento muy orgullosa.

Víctor tiene todas las virtudes y los defectos de un genio. Es pasional, irascible, sumamente inteligente, imprevisible, atento y (a veces… tal vez la mayoría…) dulcemente insoportable. No soporta la rutina y es innovador, un auténtico buscador».

La entrevista

¿Qué te hace creer que puedes dar clase de yoga?
No doy clase, sino que comparto mis experiencias y sugiero a mis compañeros que encuentren sus límites, y yo con ellos. Suelo enseñar muchas posturas que yo no puedo hacer porque no puedo basarme en mis limitaciones, que las tengo. Solo imparto clases en un centro de bienestar, O2, donde llevo ya siete años y donde muchos de mis alumnos continúan, por lo que hemos tenido un crecimiento en paralelo. Simplemente yo entreno más que ellos, pero es muy satisfactorio observar cómo han crecido y evolucionado contigo.

Al principio, cuando comencé, mi ego era enorme y mi forma de enseñar era igual de egoica, es decir, mucha fantasmada y creyendo que podía igualar a los que habían sido mis maestros… Luego encontré un estilo propio, me liberé de representar un papel para ser quien en realidad yo era, no solo mostrando el aspecto «virtuoso y sabelotodo» que, teóricamente, todo profesor tiene investido.

Antes, cuando me pedían consejo sobre esto o lo otro, respondía académicamente tipo «observa y déjalo pasar». Luego aprendí a sincerarme y a decir: «A mí me pasa lo mismo. No tengo respuestas a tu problema». Es decir, asumí y comprendí por qué estaba en el yoga, y era porque estaba perdido. Una persona perdida en un bosque no puede ayudar a otra persona perdida, pero ambos si pueden encontrar juntos la salida.

¿Necesitas ser original y transgresor? ¿Es tu ego o tu esencia? ¿Dónde encuentras la humildad como profesor?
No necesito ser trasgresor. La provocación sólo está en el otro, no en uno mismo. Una persona trasgresora lo es porque los demás lo ven como tal. Muchos piensan de mí que lo soy porque, simplemente, me etiquetan. Les guía su prejuicio. Si tú me ves en un restaurante de lujo pensarás: «Vaya profesor de yoga», y si me ves en clase pensarás: «Este hombre se pasa el día meditando». Ni una cosa ni la otra; neti neti, como se dice en el habla de los antiguos.

El yoga desde luego no te da humildad. Al contrario: te da un ego exacerbado. ¿Qué trabajo conoces en el que 40 pares de ojos están fijos en ti, sienten admiración, amor, te toman como modelo y al terminar te aplauden? ¡Y además cobras por ello! Hay que tener la mente muy domesticada o te terminas creyendo lo que no eres. De ahí que mayoritariamente los profesores de yoga seamos muy ególatras y vanidosos.

Hay que buscar y encontrar la humildad. Se reconoce a un maestro porque su frente es baja, dado que la puerta de la sabiduría es pequeña. Mi referencia son siempre los más grandes, que son los más humildes y sencillos. Los pequeños son dioses de barrio que hablan de su prestigio porque carecen de éste.

¿Cuál es la responsabilidad que asumes como profesor?
En abrir la caja de herramientas y buscar la más adecuada para hacer añicos la mente. Para ello intento que mi clase sea siempre nueva, un reinvento, que nunca sepan mis compañeros qué es lo que vamos a hacer hoy y que ningún movimiento sea automático. Busco confundir a la mente, que es astuta, y convertir el trabajo físico en una montaña rusa continua. Llegar al clímax en un movimiento para acto seguido resetear todo el cuerpo derrumbándolo en otra asana opuesta. No entiendo una clase de yoga basada en construir asanas. Mi concepto de yoga físico es una asana en continuo proceso: una postura da paso a la siguiente hasta que ambas se confunden y no sabemos cuál es alfa y cual es omega. Y en base a esto, hacer recordar al cuerpo nuestro potencial.

La mente se destruye entonces por sí sola y sientes una explosión de felicidad, de plenitud, como si el pecho pudiera fundir un glaciar. Es similar a un orgasmo.

Ahí acaba mi trabajo. Luego llega el gran trabajo de todos mis compañeros, que es prolongar esos 50 minutos de plenitud al resto del día. Ahí comienza el yoga y termina la caja de herramientas.

Y ahora un libro con Ramiro Calle. El defensor del “auténtico yoga” y tú en las mismas páginas. Explícamelo, por favor.
Respecto a Ramiro, bueno, es un ser complejo, crea filias y fobias con gran rapidez. Hay que conocerle para dejase seducir por su mente, que es única, súbita y esclarecida. Y es un hombre libre: dice lo que piensa, con razón o no, e insiste tercamente en ello porque, simplemente, no tiene nada que perder… Llama la atención nuestra amistad porque él es un ortodoxo clásico y a mí todo me vale, que dicen en México.

¿Qué aporta el libro Donde meditan los árboles en una estantería tan saturada? ¿Por qué es indispensable tenerlo? ¿Por qué lo tendrías tú?
Indispensable solo es Yoga, libertad e inmortalidad, de Mircea Eliade, y las novelas de Marguerite Yourcenar, la poesía de Ángel González o Neruda. Una estantería saturada es un adorno; los libros están para leerlos, subrayarlos y releerlos, y posiblemente luego perderlos en una cafetería, en el vagón de un tren o el banco de un parque.

Yo lo tendría porque aparecen las brillantes respuestas de Ramiro a mis inquietudes, que son las de un practicante de yoga. Es una autobiografía que arranca desde el momento en que Ramiro enferma y se me anuncia su muerte inminente hasta el día en que nos conocimos. Entre capítulo y capítulo se van desgranando muchos aspectos personales que me hicieron entrar en el mundo del yoga, la decepción que tuve con los distintos gurús que se cruzaron en mi camino y algunas correspondencias por sms y mail con el mismo Ramiro. Entre todas esas páginas de flash-back surgen multitud de preguntas que hago a Ramiro y él desgrana , y ese es la verdadero espíritu de Donde meditan los árboles. Es un diálogo largo al estilo del mantenido entre Bhrigu y Viasa en los Shiva Purana, pero cuya temática es la libertad frente a la liberación, la sexualidad profana y divina, la vida inmersa en la confusión, el hombre-masa…

Tus alumnos son brillantes, muchos de ellos son excelentes profesores, otros podrían serlo y todos te respetan y te quieren. Se respira un ambiente de crecimiento en libertad, sin fronteras, como en toda buena secta de este siglo XXI que se precie ¿Te has convertido en lo que rechazas?
No sé cuánto hay de libertad en una secta. Has hecho una descripción perfecta de mis compañeros, o puedo considerarlos alumnos pues creo que el que más aprende soy yo. La selección de mis profesores procuro que sea muy delicada. Todos son bilingües, pues por el área en el que trabajamos, la Costa del Sol, convivimos con multitud de nacionalidades. Tenemos profesoras finlandesas como Lori Sjomella, suecas como Petra Lindros o danesas como la directora pedagógica, Belinda Christensen.

En cada fin de semana que tenemos formación al menos participan tres profesores y cada uno de ellos es de un linaje distinto. Provienen de Anusara, de Iyengar, de Ashtanga… Creo que existe un yoga por cada practicante y que su estilo ha de ser personal. Me limito a desplegarles una gran variedad de estilos y que ellos integren lo que más vibre en ellos. Yo enseño, no convenzo.
Respecto a convertirme en lo que rechazo es difícil: deberías ver el carácter que tiene mi equipo…

De tus aciertos: ¿cuál es tu marca de fábrica, lo que te gustaría transmitir a tus alumnos?
Que no hay verdad absoluta y que el maestro es bastón pero no pies.

De tus errores: ¿Cuál muestras más para que tus alumnos no lo comentan? Tu mejor error es…
Justo lo contrario de lo anterior. Cuando pensé que era dueño de la verdad absoluta y permití que otros anduvieran por mí esta senda que se recorre en soledad.

Píntame, por favor, una imagen bella. En palabras de Clint Eastwood, «Alégrame el día».
El mundo está lleno de estampas hermosas. Recuerdo una en especial, un encuentro cósmico, trascendente, irrepetible y muy personal…

Había pasado cerca de 15 horas en el Shiva Ganga Express, el tren que divide en dos la distancia entre la muy anglófila Delhi y la ciudad habitada más vieja del planeta, Varanassi. Los 758 kilómetros no son espaciales, sino temporales. Se trata de viajar desde la decadencia orgullosamente colonial a una ciudad que no ha cambiado desde su fundación, y rodeada por pueblos que aún viven en el neolítico.

Llegué a la guest house de mi amigo Rama. Llevaba ya 20 días en India y estaba cubierto de roña, apestaba a sudor y curry rojo y el andar descalzo sobre estiércol no me causaba ya ningún reparo. Mis sentidos estaban embotados y la embriaguez continua de la India se había apoderado de mí.

GangesComí, compre ropa nueva y sobre las nueve, después de cenar decidí embriagarme con sardai, un lassi mezclado con almendras, hinojo, pimienta, cardamomo y cannabis. La mezcla del bhanga con el cansancio me impidió volver a la guest house. Desperté al amanecer, en el Munsi ghat, como si hubiera dormido un millón de años y al lado de un macho cabrío que me observaba con cierta curiosidad. No era nuevo ese momento. Quiero decir que ya había visto el amanecer, ya había dormido en las calles de Varanassi en más de una ocasión (algunas de ellas al lado del sadhu Baba Sivananda, ya descarnado) y ya había probado los efectos del bhanga. Pero sentía que era la primera vez que observaba el amanecer del mundo sobre el Ganges. El cielo es plomizo, denso, espectacularmente turbio, como si a las lenguas de fuego de Surya le costara traspasar el velo de tinieblas de una noche que se resistía a retirarse. Las aguas eran doradas y los primeros creyentes se sumergían en el río para sus abluciones, ritos y arrojar flores y frutos. Lo había visto muchas veces pero sentía que nunca había visto esa esfera perfecta de fuego que convertía el espejismo en selva, en manglar, en costa y que, paradójicamente, acababa con todo lo que no fuera su extraordinaria visión.

Tomé esta fotografía que, cuando la veo, me remite una y otra vez al momento en que descubrí como fue el primer amanecer que observara el hombre.

Por Roberto Rodríguez Nogueira