Libros/ El cuerpo lleva la cuenta, de Bessel Van der Kolk

2018-02-12

El cuerpo lleva la cuenta, incluso de aquello que creemos que solo la mente registra. Los sucesos traumáticos que ni siquiera podemos recordar están ahí, en el cuerpo, y su impacto se manifiesta a través de gestos congelados, tics, miedos irracionales, poca energía vital, depresión, vergüenza, ansiedad o angustia. Edita: Eleftheria. Es un comentario de Luz Monteagudo.

El cuerpo lleva la cuenta hasta de aquello que inconscientemente, para evitarnos un sufrimiento mayor, hemos borrado de la memoria.

Hoy sabemos que, aunque la depresión puede tener diferentes causas, un importante porcentaje de casos tiene su origen en traumas no resueltos. Cuando experimentamos un suceso traumático, el cuerpo se reorganiza para lograr un único objetivo: la supervivencia. A partir de ese momento, la vida se convierte en una jungla, un laberinto imposible tan plagado de depredadores y peligros que toda la energía se concentra en la tarea de sobrevivir. Obviamente, este estado apenas deja espacio para el placer, el asombro, el entusiasmo o la creatividad. Tras el episodio traumático, la amígdala cerebral, cuya función es detectar la presencia de peligros que puedan suponer una amenaza a la vida, tiende a interpretar muchos estímulos externos como señales de peligro. “Aprende” a ver amenazas hasta en el más mínimo estímulo, y reacciona enviando potentes señales de alarma que desencadenan la liberación de cortisol y adrenalina, lo cual acelera los ritmos cardiaco y respiratorio, y eleva la presión sanguínea. Mediante escáneres cerebrales, se ha observado que, en estos casos, los lóbulos frontales, encargados de discernir si el peligro es real o imaginario, reducen su actividad al mínimo, de manera que el delicado equilibrio entre la amígdala (encargada de dar la voz de alarma) y los lóbulos frontales (encargados de comprobar si la amenaza es real o no) se rompe a favor de la primera.*

Para ilustrar este mecanismo, podemos recurrir al famoso ejemplo de la cuerda que parece una serpiente. Vamos caminando por el bosque y, de repente, vemos algo que nos parece una serpiente. La amígdala cerebral envía una señal de alarma para que se libere cortisol y adrenalina con el propósito de prepararnos para enfrentarnos a la serpiente o escapar de allí a toda pastilla. Los ritmos cardiaco y respiratorio se aceleran, la presión arterial aumenta, pero cuando prestamos un poco más de atención, los lóbulos frontales, siempre que se hallen en equilibrio, reinterpretan la información hasta llegar a la conclusión de que no se trata de una serpiente, sino de una cuerda. Seguidamente, poco a poco, el cuerpo va recuperando la calma y el equilibrio inicial. Lamentablemente, cuando los lóbulos frontales quedan silenciados, no vemos que se trata de una cuerda. En esas circunstancias, la susceptible amígdala puede llegar a interpretar hasta el más inocente comentario de un amigo, familiar o compañero de trabajo como una amenaza. Puesto que la voz de la razón, la voz de los lóbulos frontales, se mantiene inactiva, nada impedirá que la amígdala propague el estado de pánico, miedo, rabia o ira por todo el organismo. Lo que hace la amígdala es algo así como movilizar a todo un cuerpo de bomberos cada vez que vemos una cerilla. Este proceso puede repetirse varias veces a lo largo del día, lo que termina por agotar la energía vital de quien lo experimenta.

¿Dónde tiene lugar este proceso y quién lo registra?

Todos, tanto los ciudadanos de a pie como los profesionales de la salud y los laboratorios farmacéuticos, estamos convencidos de que los sucesos traumáticos únicamente se procesan y registran en el cerebro. Al fin y al cabo, desde siempre, hemos escuchado la expresión “todo está en la cabeza”. Por ello, resulta lógico que todos los esfuerzos por abordar los traumas, y las depresiones y otros problemas psíquicos con origen en estos, se centren en cambiar la bioquímica cerebral mediante el uso de fármacos. Es innegable que muchos de estos fármacos logran disminuir con éxito la intensidad del sufrimiento ante estímulos dolorosos y, en ese sentido, son una valiosa herramienta a corto plazo. Por desgracia, también disminuyen la intensidad de nuestras reacciones a estímulos placenteros, haciéndonos correr el riesgo de caer en un estado de apatía y anhedonia, por lo que no constituyen una solución recomendable a largo plazo. Dejamos de sentir lo malo, pero también lo bueno. Esta solución podría compararse con cerrar la llave de paso del agua de toda una casa, únicamente porque no queremos agua caliente en el fregadero de la cocina.

El papel del cuerpo

Desde hace un tiempo se ha observado que el cuerpo también registra el trauma, y de una manera muy fidedigna. Esa es precisamente la gran aportación de Bessel Van der Kolk al campo de la psiquiatría. En esta obra pionera, el autor nos habla de cómo descubrió que actividades como el teatro, la técnicas de desensibilización a través del movimiento ocular, el yoga y la cada vez menos presente terapia hablaba centrada en el uso del lenguaje permitía a algunos de sus pacientes recuperar memorias olvidadas y, lo que es más importante, trabajarlas de una manera segura y sin grandes catarsis emocionales susceptibles de desequilibrarlos todavía más. En estas páginas, descubrimos con asombro casos como el de Annie, una joven que arrastraba un grave trauma tras sufrir una serie de violaciones en su infancia, que a través de la práctica de algunos asanas de yoga recupera la memoria de estos episodios al mismo tiempo que adquiere una nueva visión de sus recursos y fortalezas de adulta. La experiencia de dicha fortaleza le permite salir definitivamente de un pasado que veía que estaba condenada a repetir y en el que su propio cuerpo se había convertido en un enemigo.

Recientemente, leí en una publicación científica que algunos psiquiatras estadounidenses se están negando a recetar antidepresivos si no hay un claro compromiso por parte del paciente de asistir a un gimnasio o practicar algún tipo de actividad corporal con cierta regularidad. Aunque esto supone un gran avance, no cabe duda de que, en lo referente a la salud mental, nuestra sociedad está hipermedicada. Sabemos que los psicofármacos, empleados con prudencia, salvan vidas a diario. Sin embargo, no debemos olvidar que se recetan muchos antidepresivos, ansiolíticos y, últimamente, antipsicóticos como si se trataran de soluciones permanentes cuando en muchos casos solo funcionan como parches temporales. Mientras tanto, el sufrimiento, la injusticia y el dolor padecidos siguen ahí, silenciados y agazapados en el cuerpo a la espera de poder salir a la superficie para poder ser experimentados de nuevo, aunque con una visión diferente. Esa visión, que viene dada por un reconocimiento somático de la sabiduría, recursos y estrategias que hemos ido adquiriendo con el paso de los años, es precisamente la que nos ayuda a entender que ahora sí podemos con lo que entonces nos resultaba insoportable. Esa poderosa nueva visión que nos muestra el alcance de nuestra fortaleza, y que surge de la experiencia del cuerpo, es la que nos saca del pasado y nos resitúa en el momento presente, nos llena de compasión hacia nosotros mismos y, finalmente, nos devuelve a la vida.

*Sospecho que esta actividad deficitaria de los lóbulos frontales y preeminencia de la amígdala también se observa en algunos casos del trastorno del espectro autista. La hipersensorialidad asociada con el autismo nos lleva a reaccionar ante estímulos externos bastante comunes como si se trataran de amenazas reales. Esto resulta especialmente evidente durante la infancia y adolescencia. Con el paso del tiempo, los autistas aprendemos a reinterpretar estos estímulos externos (podría decirse que aprendemos a permitir que los lóbulos frontales también opinen), evitando así que las señales de alarma de la amígdala se disparen ante cualquier estímulo. Se trata de un proceso de aprendizaje largo y complicado en el que, al igual que sucede con el trauma, la experiencia sosegada del cuerpo se convierte en nuestra mejor herramienta de adaptación al entorno. En mi caso, el trabajo corporal, a través de las técnicas de Somatic Experiencing y la reflexología podal, me ha proporcionado una importante experiencia de mis propios recursos y fortalezas para hacer frente a estímulos externos que anteriormente me resultaban casi insoportables.

Luz Monteagudo trabaja en Editorial Eleftheria SL. Este artículo es compartido de su blog