El valor del yoga

2019-02-13

Todavía recuerdo cuando hacer yoga no estaba de moda… Nos acercábamos al yoga con la esperanza de encontrar las respuestas que no habíamos encontrado en otras disciplinas. Compartíamos con personas diferentes y con un estilo de vida que parecía poder transformar el mundo. Nos sentíamos parte de ese proceso de cambio. A día de hoy, ¿qué ha sido de todo eso? Escribe José Manuel Vázquez.

Celebración del Día Internacional del Yoga en Nueva York

En aquel entonces, el pensamiento oriental se nos antojaba puro, limpio de los forzados razonamientos de la filosofía occidental. Era una época en la que el yoga hacía parte de las psicologías humanistas y de las técnicas de crecimiento personal que nacieron de las revoluciones culturales de los años 60. El yoga formaba parte de los movimientos alternativos que luego se han ido integrando en nuestros estilos de vida urbanos.

Nos sentaba bien; físicamente nos dejaba ligeros y con el corazón abierto a nuevas experiencias; motivaba reflexiones compartidas a la luz de las velas y el olor del incienso; experimentábamos la energía del cuerpo como una revelación; teníamos ganas de saber cómo funcionaba el universo y qué lugar teníamos en él. Teníamos tanta urgencia por trascender nuestras limitadas circunstancias que, cada vez que se presentaba la ocasión, sumábamos horas de meditación y “pranayamas” a nuestras inexistentes agendas. Visto con la mirada de ahora, era todo muy “naif”, muy libre, muy mágico, poco práctico quizás pero tan enriquecedor, interesante e inspirador… Estábamos tan llenos de vida que recordándolo siento cierta nostalgia.

Algo se perdió con la democratización del yoga

Pero el yoga dejó de ser minoritario y empezó a atraer a personas de toda condición. Se hizo famoso porque relajaba, permitía hacer ejercicio sin ir al gimnasio y proporcionaba un no sé qué extra que no se encontraba en otras actividades. Los profesores nos convertimos sin haberlo pedido en monitores de ocio, gurús a tiempo parcial y asalariados con contratos precarios. Por el camino de la democratización del yoga se perdió algo; no era igual dar cuatro o seis clases a la semana que dedicarse al yoga profesionalmente y hacerse adulto siendo profesor de yoga a tiempo completo.

Recuerdo que llegó la época de los profesores estrella importados del “extranjero”, sobre todo americanos e indios reconvertidos al capitalismo. A partir de ahí, aquello se nos fue de las manos. Como todo movimiento social tuvo sus ídolos y sus fans, sus momentos cumbre y sus caídas. En medio de todo esa excitación descubrí, en un viaje a Londres, que el yoga se había convertido en un producto con una imagen muy “cool”. Un año más tarde, en Nueva York, confirmé que el yoga se había instalado definitivamente en una maquinaria perfectamente engrasada para la producción y el consumo. Pasaron los años y en España se decidió profesionalizar la actividad del yoga a través de una certificación oficial para regular el mercado laboral emergente del sector. Nos dijimos que desde dentro del sistema también se podían cambiar las cosas y que podíamos hacer del yoga una profesión respetable y considerada. A día de hoy, podemos decir que las cosas no han salido exactamente cómo esperábamos.

Disipar la ignorancia, valor terapéutico

Les cuento todo esto porque tengo la sensación de que me voy haciendo mayor. En unos días cumplo años. La verdad es que no soy mucho de celebrar, pero casualmente coincide con la presentación de mi segundo libro, Los valores terapéuticos del yoga en la Casa del Libro de Valladolid. Estoy contento por haber llegado hasta aquí, pero reconozco que un poco inquieto por el mensaje qué debo trasmitir a las personas que se acerquen ese día. Cuanto menos ignoro la condición humana, más desconfianza y preocupación me produce, y es por ello que cada vez más necesito creer en las personas. En este sentido, tengo muy claro que mis alumnos son el eje vertebrador de mi trabajo, siempre lo han sido. Hago cosas que sin ellos seguramente no haría. Somos parte de una red protectora en la que nos vamos sosteniendo unos a otros. La actividad docente, y el proceso de aprendizaje en sí, es un trabajo de equipo que ennoblece a todos los que participamos de él. Disipar la ignorancia siempre fue terapéutico, aunque a veces nos digan lo contrario.

Tuve una lúcida profesora que en cuanto nos pillaba desprevenidos nos preguntaba: ¿Por qué hacen yoga? Nos invitaba a indagar sobre el origen de nuestra motivación, la real: ¿Qué queríamos conseguir haciendo yoga? ¿Qué objetivo tenía para nosotros hacer yoga y dedicarnos al yoga? Si me pregunto a día de hoy por qué hago yoga, diría que, a pesar de todo lo que les he contado, todavía creo que el yoga es útil, que bien entendido nos proporciona respuestas que nos pueden cambiar desde dentro. No sé si el yoga va a cambiar la sociedad, pero sí que sé positivamente que puede contribuir de manera silenciosa a ello.

El yoga me mantiene despierto y en contacto con la realidad. Sigo estudiando para poder divulgar de manera sencilla por qué las técnicas del yoga funcionan al margen de ideologías o creencias. Como dice el matemático de Oxford John Lennox, cuanto más comprendo la ciencia más creo en Dios. Donde él dice Dios que cada uno ponga el sustantivo que crea más conveniente. No sé ustedes, pero yo, necesito seguir creyendo, necesito seguir estudiando y compartiendo. Aunque a veces reconozco que me cuesta, no se me ocurre otra cosa mejor que hacer.

José Manuel Vázquez preside la Asociación Shiva-Shakti de Yoga Integral. Es profesor y formador de profesores certificado por la Yoga Alliance. Experto universitario en yoga terapéutico por el CEU y European Yoga Alliance. Miembro de la International Association of Yoga Therapists, de la Asociación Española de Practicantes de Yoga y de la Asociación Profesional de Profesores de Yoga de Madrid.

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