La mochila

2018-12-20

En la vida vamos constantemente adquiriendo nuevos conocimientos, nuevas habilidades. No obstante hay un área en la que el cambio es especialmente difícil de asimilar: el ámbito emocional, todo esa carga que llevamos en la mochila. Escribe Sandra Maturana. 

El hard drive de nuestro sistema emocional se codifica entre el año de edad y los ocho años. En ese periodo se introducen los datos en nuestro sistema interno de si podemos o no confiar en la gente, de si somos dignos de ser queridos, de si nos aceptamos, de qué hacer y cómo reaccionar cuando el mundo nos hiere, de cuánto podemos compartir con otros, de qué actitudes son o no son tolerables… y otros miles de factores. Es muy fácil aprender lecciones erróneas durante esos años. La falta de confianza, el miedo al abandono o el temor a que alguien se acerque demasiado a nosotros son algunos de los elementos que se quedan registrados en nuestra memoria y que arrastramos el resto del camino.

Nuestros desequilibrios como adultos vienen precisamente de respuestas a momentos del pasado, de una herida que se abrió y que resuena porque no está sanada. Las circunstancias que tuvimos de pequeños nos hicieron responder de cierta forma, si entre estas circunstancias se encuentra alguna traumática probablemente hayamos guardado nuestra reacción de entonces  y ésta se dispare hoy en día en situaciones similares.

Los niños se toman todo de otra manera y asimilan que lo que les pasa es debido a que algo está mal en ellos. Así mismo sienten una gran necesidad de arreglar lo que está mal: el problema es que a veces esto supone reparar a una persona adulta de la que dependen. En su cabeza, inconscientemente, es su responsabilidad arreglar la tristeza, rabia o dolor que hay en los padres que adoran.

Muchos de nuestros errores hoy en día pueden ser corregidos, pero si esas actitudes subconscientes vienen de la infancia no tardaremos en darnos cuenta que su rastro es como una materia viscosa pegada a nuestro cuerpo, extremadamente difícil de despegar. Las reacciones conectadas con esas creencias tatuadas cuando eramos niños son totalmente instintivas y se escapan a nuestra parte racional madura y adulta. Este hecho puede resultar desolador ya que estas reacciones nos pueden impedir ser felices, disfrutar de la vida, hacer amistades profundas o mantener una pareja.

Los niños responden de manera diferente al adulto, cuando les ocurre algo negativo no tienen la confianza, la calma o la destreza verbal para comunicarse de la mejor manera. En su lugar dramatizan, reaccionan exageradamente, lloran o todo lo contrario, ofrecen silencio y evitación.

Muchas veces me he encontrado que a pesar de los miles de obstáculos que he superado en mi vida profesional y personal en ciertos ámbitos sigue estando la niña de cinco años con sus anhelos, miedos e inseguridades. En esos momentos mis reacciones no se corresponden a mi edad actual sino a las de esa pequeña que inconscientemente aparece en mi presente. La codificación sigue ahí en mi ordenador emocional y con sólo apretar el botón adecuado responde según la programación de entonces de la manera que lo hubiera hecho con esa edad.

Aceptar lo que no nos guste

Podemos enfadarnos con nosotros mismos por ese engranaje interno, pero la realidad es que está ahí y es una labor ardua y lenta quitarlo. Luchar contra ello sólo lo agranda más por lo que quizá la manera más adecuada sea empezar por aceptar que eso está en nosotros, como una peca que no nos gusta del todo.

Durante mucho tiempo tras batallar conmigo misma por reacciones instintivas de este tipo decidí intentar ocultarlas al mundo y a las personas que se acercaban a mí. La consecuencia es que antes o después aparecían muy a mi pesar, haciéndome sentir aún peor por la respuesta que causaba en el otro. En cierta manera disimulaba mi peca con maquillaje para parecer que era perfecta… y cuando ésta aparecía sólo podía mirarme al espejo llorando ante la impotencia de tener esa peca  así como ante el dolor de lo que ésta provocaba en mi vida.

Hace poco vi una frase que me encantó: «Todos venimos con equipaje; simplemente encuentra a alguien que te quiera lo suficiente para ayudarte a deshacer la maleta». Me dí cuenta que no es cuestión de rechazar nuestra mochila ni de ocultarla sino de ser sincera con el hecho de que está presente, de cómo nos hace sentir y de nuestro trabajo interno hacia ella. Sólo así  una puede empezar a integrar esa parte y puede atraer a la gente que esté dispuesta a abrazar nuestro ser con todo lo que implica.

Deshacer ese equipaje no es sencillo; requiere humildad, perdonarse y ser constante en vigilar las conductas de uno mismo. Pero aceptando su existencia con humor y rodeándonos de quienes también lo acepten estaremos en mejores condiciones para pillarnos «in situ» cada vez que surjan esas reacciones y con amor poco a poco ir reconduciendo, reprogramando y vaciando la mochila.

Sandra Maturana colabora con varios medios de comunicación e imparte clases regulares de yoga en Babayaga (Vitoria), donde también organiza talleres mensuales.

www.sandramaturana.com