Lo que es

2017-03-27

El mal, tal y como lo entendemos, no existe. El mal, así como el bien, son la misma energía manifestándose según el desamor (discordía, desarmonía) o el amor que fluye en cada localización. Y ese amor, tan distante del que podemos concebir desde nuestras limitaciones, sólo puede vislumbrarse desde la profunda consciencia observadora que percibe el errar, la profunda ceguera. Escribe Cristina Calero.

La pregunta por el mal y el sin sentido que implica, ha sido una constante en el devenir humano. Dostoievski en Los hermanos Karamazov ya pone en boca de Iván -reprochándole a Aliosha- esa inquietud desde la perspectiva del dogma cristiano, al no concebir, en una creación divina, el sufrimiento del inocente provocado por el mal. ¿Cómo -dice Iván- formar parte de una construcción en cuyos cimientos pueda haber una sola niña sufriente? La respuesta que se le brinda, esto es, la voluntad divina incomprensible para el hombre e inconmensurable, no le consuela ni acaba con la ansiedad de su mente, que en sus pensamientos no concibe ninguna creación si esta conlleva la condición de tener que erigirse sobre el sufrimiento del inocente. “Devuelvo el billete”, asiente Iván, para el que el mal es el sin sentido más abismal, la incomprensión que mueve al rechazo, la insoportable visión del dolor y la muerte de seres incapaces, a manos de otros en los que el mal hace mella.

Desde la experiencia del yoga, esta ininteligibilidad, así como la impotencia que resulta, se expresa como consecuencia de un erróneo entendimiento de lo que realmente somos, al identificarnos con la lógica de nuestros pensamientos y la exigencia de hacer comprensible todo lo que nos rodea.

La identificación con nuestra personalidad y la representación de nosotros mismos como el sujeto que somos y vivimos, provoca el aferramiento ignorante y la creencia absoluta en nuestra personalidad, voluntad y lógica.

De hecho, toda creencia es una adecuación a esta necesidad. El karma asiático es incomprendido desde la individualidad connatural a todo hombre, al entenderlo como la consecuencia de las acciones pertrechadas por uno mismo, y la causa del renacimiento de mi yo en vidas posteriores más favorables o desfavorables. Pero esa individualidad, esa certeza del yo es errónea, y cuando me diluyo, mis pensamientos, creencias y acciones se diluyen en el universo sin que tornen nunca a mí, porque ese “mí” es inexistente. Sólo hay energía fluyendo en sus diversas manifestaciones.

Lo que somos

Siempre que el hombre se aferre a su identidad, en la certeza de su “quien es” solipsista y constantemente marcado por la intencionalidad, el error y la ignorancia están afianzados. La verdadera realidad muestra que el sujeto no es sujeto, siendo entonces localización de materia y factores mentales, ambos realmente expresiones diversas de energía.

Lo que un individuo hace, no le va a llevar a un paraíso o a un infierno a él concretamente; las acciones que cometemos no van a favorecer o desfavorecer nuestro, tal vez, próximo renacimiento. Lo que sucede es que a través de ellas preconizamos mayor o menor distorsión en la totalidad manifiesta.

Únicamente el equilibrio entre la sabiduría de la nada que somos y el amor de la totalidad que también manifestamos, puede hacer llegar una cierta comprensión al espacio de una mente abierta: la certeza creciente de la nada que soy -a través de la experimentación del vacío, nunca de la reflexión sobre tal nada como objeto frente a- desestructura el patrón de la individualidad, des-identifica el ser de la personalidad conformada, condicionada e impermanente, haciendo reconocer la fluida e impersonal energía localizada pero verdaderamente inconmensurable. La certeza creciente de que soy completamente todo -a través de la experiencia de la expansión de lo corporal-mental, y la sensación continua de que toda vida es la misma vida- estimula el amor. Un amor alejado de las concepciones humanas sobre tal sentir, ya que es un amor impersonal, humilde por saber que no sabe -por alejamiento de uno mismo y sus creencias-, sabedor de que todo soy y de que las acciones que considero mías no me van a llevar a los Campos Elíseos, ni me van a brindar la oportunidad de renacer en una vida más beneficiosa y rica, sino que ese amor provoca el fluir de todo el universo que soy hacia un mayor equilibrio energético de la totalidad.

Desde este saber profundo, las acciones son siempre espontáneas por amor. Los actos pierden su relación con un posible resultado, un objeto o intencionalidad personal, siendo simplemente el amor lo que guía. Sin esperar nada a cambio. Ni si quiera ese pensamiento aparece por un momento. No tiende la mente a determinar, sopesar, esperar; únicamente la acción fluye por amor, amor a la vida misma, a toda vida, a la totalidad que deviene.

El amor y el desprendimiento

El mal, tal y como lo entendemos, no existe. El mal, así como el bien, son la misma energía manifestándose según el desamor -discordía, desarmonía-, o el amor, que fluye en cada localización. Y ese amor, tan distante del que podemos concebir desde nuestras limitaciones, sólo puede vislumbrarse desde la profunda consciencia observadora que percibe el errar, la profunda ceguera.

Eso que llamamos mal es ignorancia, o si se quiere, incapacidad de ver con la claridad de una consciencia despierta toda la energía disturbante que el aferramiento a nuestras convicciones provoca.

Cuando el amor inunda el mirar, uno comienza, guiado por ese amor, no a especular sobre el mal del mundo, su sin sentido y su dolor, sino a sentir todo el más nimio sufrimiento -desarmonía- que crea el propio movimiento de su localización.

De pronto, el amor hace que nos percatemos del dolor que habita en nuestro alimento, el sufrimiento que nuestra inconsciencia provoca, el desamor que fluye en diversos pensamientos, la ignorancia de los juicios, comparaciones, interpretaciones…las consecuentes desarmonías que estimula el propio vivir. Ese, el mal que fluye a través de cada uno, es el mismo mal que se expresa a través del consumo industrializado que cosifica la vida, el mismo mal inconsciente que comienza las guerras, el mismo que tala los bosques con algún objetivo, el que deja la tierra yerma, el que coloniza al otro. Es el mal que no reconoce lo que es, al haber perdido la conexión con la sensibilidad despierta que se sabe lo mismo que la vida, el bosque, la tierra. Es, en definitiva, el mal de la identificación, siempre el mismo mal de la ignorancia y el aferramiento a esa “inteligencia particular” que Heráclito nombra alejada del logos, o esa “bicefalia” confusa del hombre que Parménides describe.

Todo ese percatarse que el amor de pronto ilumina, no es planificado, no tiene nada que ver con la alimentación reglada, con las técnicas posturales, con la meditación impuesta… es un transformarse paulatino y no intencionado. Es el amor el que, sin apenas darnos cuenta, mueve a que se provoquen cambios, más allá de cualquier técnica, precisión, pensamiento querido. No es algo que nos propongamos, sino “nada” que empezamos a ser, siendo entonces lo que verdaderamente somos, y por tanto, haciéndonos más acordes con la Vida, con la armonía hacia la que tiende.

Los individuos no somos hacedores, sólo continentes a través de los que se expresa la vida.

Si necesitamos encontrar algún sentido a que estemos aquí, este solamente es amar, o en su defecto, aprender a hacerlo. Pero este aprender a amar no es aprendizaje de una técnica -no es un aprendizaje tal y como hoy definimos el aprender-, sino un desprenderse de lo que creemos ser, para confiados, abiertos, dejar espacio para que se muestre el fondo iluminado que todo es.

Cristina Calero es amante del yoga y la meditación somática. Profesora de los grados universitarios de Filosofía e Historia del arte.