Los dos ladrillos

2013-09-27

Compartimos esta bonita entrada del blog de Natalia Martín Cantero, Vuelta y Vuelta. Para leer la entrevista que le hizo Sita Ruiz en Yoga en Red, pincha aquí.

ladrillos

Natalia es periodista y durante siete años fue corresponsal de la agencia Efe en San Francisco. Escribe en español e inglés para medios de España, Latinoamérica y EEUU. En su tiempo libre practica y enseña yoga. Actualmente es corresponsal de RTVE en Pekín.

Los dos ladrillos

Si eres de los que al irse de vacaciones a un lugar paradisiaco lo primero en que repara es que el café con leche del desayuno no está a la temperatura adecuada; o nada más entrar en una habitación recién decorada se fija en que el color de las cortinas no es exactamente el mismo que el de la colcha, o en esas motas de polvo sobre la repisa; si eres de los que, cuando te presentan a una persona atractiva automáticamente escaneas su rostro o su vestimenta en busca de una nariz demasiado grande, o unos zapatos mal conjuntados… Si eres de esos, bienvenido al club. A mí me lo recuerdan en casa cuando tiendo a fijarme únicamente “en los dos ladrillos malos”.

Veamos:

El monje budista australiano Ajahn Brahm incluye en su libro de pequeñas historias con moraleja una anécdota que me está siendo muy útil estos días. Este hombre, que nunca en su vida había trabajado con las manos (era profesor de física antes de hacerse monje) tuvo que levantar las paredes de su monasterio en Perth (Australia), junto con otros monjes. Sin presupuesto para pagar a un constructor, aprendió a colocar ladrillos con paciencia y determinación. “Como monje, tenía paciencia y todo el tiempo del mundo”, escribe. “Me aseguré de que cada ladrillo quedase perfecto, sin importarme cuánto tardaba. Cuando terminé mi primera pared y me alejé unos pasos para contemplarla, me di cuenta de que me había equivocado con dos ladrillos. Todos los demás estaban perfectamente alineados, pero esos dos estaban un poco inclinados. ¡Estropeaban toda la pared! Para entonces, el cemento ya estaba demasiado duro como para poder sacar los dos ladrillos, así que pedí al abad permiso para echar la pared abajo y comenzar de nuevo. El abad, claro, dijo que no”.

“Cuando mostraba las obras a los primeros visitantes”, prosigue Brahm, “siempre tratataba de evitar mi primera pared de ladrillos. Hasta que un día, tres o cuatro meses después de haber terminado la obra, estaba caminando con un visitante que reparó en ella. ‘Qué pared tan bonita´, dijo mi visitante. ´Señor´, respondí sorprendido. ´¿Se ha olvidado las gafas en el coche? ¿No se da cuenta de que esos dos ladrillos mal puestos estropean toda la pared?´”

“Lo que dijo después cambió mi perspectiva sobre esa pared, sobre mí mismo, y sobre muchos otros aspectos de la vida. ´Sí, puedo ver esos dos ladrillos mal puestos. Pero también puedo ver los otros 998 buenos´”.

“Me quedé estupefacto. Por primera vez en más de tres meses, fui capaz de ver otros ladrillos en esa pared, además de los dos errores. Por encima, por debajo, a la izquierda y a la derecha de los ladrillos malos había ladrillos buenos, perfectos. Y lo que es más, los ladrillos buenos eran muchos, muchos más que los malos”, concluye Brahm.

Estas últimas semanas, desde que dejé Pekín, vivo en mi casa recién terminada de construir en un pequeño pueblecito castellano. Mi estancia favorita es la cocina, hecha a la medida por un buen amigo carpintero que vive en la zona. Las encimeras son de madera de enebro, tan bella en ese despliegue de tonos rojizos como olorosa, y cuando entras en la casa –en especial si se ha mantenido cerrada durante algún tiempo– te invade un aroma de enebro que ya asocio con un hogar acogedor. Al abrir los armarios para coger un plato o un vaso igualmente te topas con ese ambientador natural. Es, así lo veo yo, una cocina llena de vida.

El caso es que el otro día llegó de visita un familiar tan manitas como gruñón. Nada más entrar en la cocina, reparó inmediatamente en el acabado desigual de las puertas, en una ranura por donde según él podría colarse la suciedad y en otras pequeñas imperfecciones en las que yo ni siquiera me había fijado.

Podríamos hablar de cómo la realidad es algo vivo, mientras que la perfección está muerta, y de cómo, desde este punto de vista, lo imperfecto es más deseable. Pero lo que más me interesa de esta anécdota es cómo resalta las maravillas (y los estragos) de los que es capaz la atención. ¿En qué te fijas? ¿En los dos ladrillos mal puestos o en los 998 restantes?